Para pintar la Constitución, lo oportuno es que emplee bastantes líneas rectas. Debe marcar un camino y los caminos cuanto más rectos mejor, aunque después no lo sean, o se tuerzan. Como chirría este rotulador...
Debo representarla bien encuadernada, no como un folleto publicitario o un cuadernillo Rubio de tareas. La Constitución es otra cosa. Debe ser grande, enorme. Mientras no se me demuestre lo contrario, lo grande inspira respeto. Pintaré por tanto al pueblo que obedece a nuestra Constitución pequeñito, una masa variopinta con todos los colores, de todas las edades. Los dibujaré de espaldas para que no se distingan los ricos de los más ricos, los pobres de los más pobres; por supuesto no habrá trajes regionales, todos juntos y a lo mismo. Para hacerla destacar aún más la estoy situando en un pedestal, como los santos en sus peanas y los libros santos en sus atriles.
Pero la Constitución sola no significa nada, sería como nuestras promesas incumplidas, las aspiraciones perdidas, las ilusiones olvidadas o los sacrificios inútiles. Debo pintar algo que la sostenga con fortaleza, que nos indique: “ya no hay marcha atrás”, “esta vez o sí o sí”, “por las buenas o por las malas”. Tengo que dibujar un león, un león de las Cortes Generales cuyas garras afilamos entre todos con el voto. Nuestro león debe ser especial, será verde, será un león raro y esperanzador. Feroz para implantar los derechos y también exigir responsabilidades. Siempre vigilante, para que proteja nuestros sueños.
Ya está listo. Falta sólo mi firma. José Ramón.
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